Peter Lanzani estaba recostado
indolentemente sobre una tumbona en la cubierta de su yate bajo el sol
mediterráneo de España, con la vista puesta en la bahía de San Esteban. Sentía
un agradable hormigueo de satisfacción bien merecida al ver la urbanización
terminada, después de dos años de intenso trabajo. Además, el negocio había
salido redondo, permitiéndole multiplicar por diez el dinero invertido.
La
empresa inmobiliaria que había heredado inesperadamente de su padre hacía
cuatro años iba viento en popa, reflexionó despreocupadamente. La obtención de
beneficios cada vez mayores se había convertido en un interesante pasatiempo
para él. Quizá eso explicara por qué el proyecto turístico de San Esteban había
tenido tanta importancia en su vida. Partiendo de la idea inicial de un viejo
amigo, Felipe Vázquez, ambos habían mimado todos los detalles del plan para
construir la más moderna y lujosa colonia de chalets ajardinados, con puerto
privado, hotel de cinco estrellas y campo de golf, en un marco natural
incomparable.
La
belleza y elegancia de las villas que salpicaban la colina había despertado
inmediatamente el interés de la alta sociedad internacional, deseosa de
encontrar una nueva ubicación donde esconderse de las revistas del corazón,
disfrutando de todas las comodidades. Las casas ya albergaban a sus nuevos
propietarios y el puerto estaba lleno de yates relucientes.
Después de haber pasado dos años en San
Esteban, Peter no sabía qué hacer a continuación. Al cabo de una semana,
tendría que soltar amarras. El barco se dirigiría hacia el Caribe para esperar
a su hermano Nikos, que llegaría de luna de miel al cabo de tres semanas, junto
a su flamante esposa, para pasar unos días en el yate. Sin duda, había llegado
el momento de cambiar de aires, pero se sentía remolón. Se preguntó si sería
conveniente volver de nuevo a Atenas para enfrentarse con la jungla urbana
donde residía su familia. Ese simple pensamiento lo inquietó y se removió,
agitado, en la tumbona.
-Es preferible que montemos la fiesta en
el puerto, donde la gente tenga suficiente espacio para reunirse -dijo una
suave voz femenina filtrándose a través de la puerta del amplio camarote que
servía como sala de reuniones-. Se trata de celebrar el renacimiento de San
Esteban y de dar las gracias a todos los que han trabajado en el proyecto. Creo
que lo mejor es ofrecer un cóctel en el restaurante del club marítimo y
sorprender a todos con unos espléndidos fuegos artificiales desde el mar en
cuanto caiga la tarde. Lo llamaremos el bautismo de San Esteban y cada año organizaremos
un carnaval ese mismo día.
Peter sonrió, relajado. Le gustaba la
idea del «Bautismo de San Esteban». Le gustaba Sofia, podía disfrutar sin
reparos de su compañía porque era una mujer tranquila, capaz y muy eficiente.
Todo lo resolvía sin molestarlo en absoluto con los pequeños inconvenientes
que, invariablemente, surgían. Esa mujer le convenía, sintonizaba perfectamente
con su forma de pensar. Estaba casi seguro de que acabaría casándose con ella.
No podía decirse que la amara. Él ya no
creía en el amor. Pero Sofia era guapa, inteligente y buena compañera. Además,
todo indicaba que también podría ser una buena amante, aunque Peter, aún no lo
había comprobado personalmente. Era griega, como él, tenía fortuna propia y, en
sus relaciones personales, siempre se había mostrado comprensiva y poco
exigente.
Un hombre como él tenía que tener todo
eso en consideración al escoger esposa, se dijo, complacido. Necesitaba
sentirse completamente libre para dedicarse a mantener las empresas de la
familia por delante de sus fieros competidores. Sofia Christophoros lo
comprendía y aceptaba. Jamás rondaría en torno a él gimiendo y quejándose de
que trabajaba demasiadas horas, haciéndole sentir culpable. En otras palabras, Sofia
sería la esposa perfecta.
Solo había un pequeño obstáculo: Peter
ya estaba casado. Por una simple cuestión de honor, antes de iniciar una
relación amorosa con Sofia, debía romper los lazos con su esposa. Aunque no se
habían visto en los últimos tres años, Peter dudaba de que Mariana estuviera
dispuesta a facilitarle un divorcio rápido y fácil.
Mariana...
-iMaldita sea! -masculló poniéndose en
pie de pronto. No debía haberse permitido ni siquiera pensar en el nombre de
esa mujer. Aunque, con el paso del tiempo, casi había conseguido olvidarla,
cada vez que su nombre acudía a su mente, todo su cuerpo se tensaba de
angustia. No podía evitarlo.
Se dirigió a la nevera, abrió una
cerveza y se apoyó perezosamente sobre la barandilla del yate, con el ceño
fruncido.
Esa bruja..., ese demonio... había
dejado su impronta sobre él y aún sentía cómo su cuerpo se revelaba al
recordarla, aunque hubieran pasado tres largos años. Tomó un sorbo de cerveza.
Todavía podía oír la aterciopelada voz de Sofia, tomando decisiones sobre cómo
se debería organizar la fiesta de San Esteban, con su acostumbrada eficiencia.
Si volviera la vista hacia atrás, podría admirar su perfecta figura, de cabello
negro y ojos oscuros, paseando por la sala de reuniones con tanta soltura como
si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.
Tomó otro sorbo de cerveza. Sus hombros
desnudos ardían bajo el sol mediterráneo y todo su musculoso cuerpo agradecía
la cálida caricia. Pero, al recordar a Mariana, sintió una punzada de nostalgia
que activó su deseo. Compuso una mueca de desaliento, preguntándose si alguna
vez volvería a amar a una mujer como había amado a Mariana. Decidió que, pasara
lo que pasara, prefería no tener que volver a sentir una urgencia tan
primitiva.
Se habían casado como lo hubieran hecho
un par de adolescentes, amándose con una pasión tal, que ambos se habían
quedado hechos trizas cuando llegó el momento de la separación. Eran demasiado
jóvenes y habían hecho el amor como animales. También se habían peleado y
reconciliado con la misma ferocidad hasta que todo se volvió tan desagradable y
amargo, que fue mejor tomar caminos distintos.
Pero aquella historia ya no importaba y
había llegado el momento de plantearse una nueva vida, probablemente en Grecia,
junto a una buena esposa. Ya tenía treinta y un años y deseaba sentar la cabeza
de una vez por todas.
-¿Por qué frunces el ceño?
Sofia se había acercado a él sin hacerse
notar. Peter volvió la cabeza, se sumergió en la confortable calidez de sus
ojos marrones y le devolvió una tímida sonrisa. Pero no pudo evitar recordar
aquella otra sonrisa nada tímida, más bien provocativa. Recordó también
aquellos intensos ojos verdes, siempre desafiantes.
-Estoy intentando convencerme de que ha
llegado el momento de abandonar San Esteban -contestó él.
-Te cuesta trabajo, ¿no? -murmuró Sofia
con tono comprensivo.
Peter suspiró.
-He llegado a amar estos parajes
-confesó paseando de nuevo la mirada por San Esteban.
Se produjo entre ellos un silencio
cómodo, que le permitió recordar brevemente los momentos más intensos de su
prolongada estancia en San Esteban y darse cuenta de cómo esos años habían
asentado su carácter, convirtiéndole en una mejor persona. Ese pueblo español
se había convertido en el lugar donde había enterrado su desgracia y donde
había aprendido a comportarse como un ser adulto y responsable. Mariana...
Fue necesario que Sofia apoyara una mano
sobre su bíceps para que recordara que ella seguía allí. No solían entrar en
contacto físico, ya que la relación aún no había alcanzado ese punto, pero en
esos momentos, su caricia resultó reconfortante. Ella era la mejor amiga de su
hermana Cande y, hasta la fecha, él siempre la había tratado en calidad de tal.
quiero a esa sofia lejos de peter yaaaaaaa y quiero a lali serca de peter yaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
ResponderEliminarX mucho k intenta olvidar a Mariana ,no puede,todo se la va a recordar.¿k pasó entre ellos ?Peter dice k Mariana no le daría el divorcio.Quieeeeeeeeeeero saber .
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