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sábado, 26 de mayo de 2012

novela: salir del paraiso capitulo 22



lunes me dirijo al autobús después de clase. Conforme paso por el pasillo, veo a Peter ya sentado en la parte de atrás. Ya estuvo lo suficientemente mal trabajar juntos en ese pequeño desván la semana pasada. Si tengo que trabajar con él otra vez dimitiré.
Pero entonces no iré a España.
Y si no voy a España, no me iré de Paradise el próximo semestre.
Y si no me voy de Paradise el próximo semestre, Peter y sus amigos estarán riéndose todo el camino a la graduación mientras me siento en casa y les demuestro que estaban en lo cierto.
Quizás no irá a la casa de la Señora Reynolds hoy y me estoy yendo por tangentes innecesarias sin razón.
Quizás está trabajando en algún otro lugar haciendo chapuzas. Pero conforme me sigue al patio de atrás de la señora Reynolds, mis miedos se hacen realidad.
—Ahora entren, ustedes dos. Irina nos acercó algo de tarta —la señora Reynolds entra a la casa, sin darse cuenta de que ni yo ni Peter la habíamos seguido.
—Les llevó bastante tiempo —dice la señora Reynolds cuando entro a la cocina—. Aquí, partí algo de tarta para ustedes dos.
Me siento a la mesa de la cocina y me quedo mirando la tarta. Normalmente empezaría a comer, pero no puedo. Peter entra y se sienta enfrente de mí. Centro mi atención en la dirección contraria, como si el cuadro del frutero en la pared fuera el objeto más interesante en el que haya puesto los ojos.
—Mariana, ¿recuerdas que me dijiste que debería construir la glorieta?
—Si —respondo cautelosamente.
La Señora Reynolds sostiene la barbilla en alto. —Bueno, Peter va a ayudar a hacerlo realidad. Puede que tome algunas semanas, pero…
¿Algunas semanas? —Si él se queda, yo dimito —digo abruptamente. ¿Algunas semanas?
Escucho el ruido del tenedor de Peter golpear el plato, luego se levanta y sale corriendo de la sala.
La señora Reynolds pone sus manos en cada lado de la cara y dice, — Mariana, ¿Qué es todo este sinsentido sobre dimitir? ¿Por qué?
—No puedo trabajar con él, señora Reynolds. Él me hizo esto —grito.
—¿Hacer qué, niña?
—Fui a la cárcel por golpear a Mariana con mi coche mientras estaba borracho —dice Peter, reapareciendo por la puerta.
La señora Reynolds hace algunos ruidos chasqueando la lengua, luego dice —Mmm, estamos en un buen lío, ¿no?
Miro a la señora Reynolds con ojos suplicantes. —Solo hágalo irse.
Puedo decir que ella va a hacerlo, va a decirle a Peter que se vaya.
La Señora Reynolds camina hacia Peter y dice, —Tienes que entender que mi primera prioridad es Mariana. Llamaré al centro de mayores y haré que contacten con tu oficial del servicio comunitario.
—Por favor, Señora Reynolds —Peter le dice, con su voz suplicante—. Sólo quiero terminar el trabajo y sólo… ser libre de nuevo.
La Señora Reynolds vuelve a mirarme, sus ojos sabios diciéndome más de lo que las palabras podrían decir. Perdonar.
No puedo perdonar. Lo he intentado. Si inocentemente perdió el control del coche y me golpeó, habría sido perdonable. No sé cuan inocente fue el accidente. Dios, no puedo creer en mi corazón de corazones que deliberadamente me golpeara con el coche. Pero demasiadas preguntas han quedado sin respuesta.
Preguntas que quiero que sigan sin respuesta.
Dijeron que me dejó tirada en la calle como si fuera un animal. Eso es imperdonable. No sé si alguna vez podré superarlo.
Porque me recuerda demasiado a lo que hizo mi padre. Me dejó sin mirar atrás.
Y peor, Peter destrozó la única oportunidad que tenía de impresionar a mi papá. Me abro camino más allá de Peter y me dirijo al desván, un
lugar que es oscuro, aislado y privado. Ni siquiera pienso en viudas negras cuando abro la puerta del desván y cojeo hacia adentro.
Dios, solía adorar el suelo por el que Peter pasaba. Era alto, guapo… claramente uno de los populares, donde mi estado y el de Eugenia se tambaleaba en el borde. Y si eso no era suficiente, nada le importaba al chico. Quizás porque los chicos como él siempre conseguían lo que querían, nunca tenían que trabajar por nada. Quizás, muy en el fondo, me alegro de que esté pasando un tiempo difícil. Y muy en el fondo sé que es egoísta que piense de esta forma. No debería prosperar en la infelicidad de nadie.
Pero como dice el refrán—a la miseria le gusta la compañía—y me siento miserable, por dentro y por fuera. ¿No es justo que la persona que es miserable conmigo es el tipo quien me hizo así?
La Señora Reynolds me siguió, puedo decirlo por la esencia en polvo que viaja con ella.
—Este es un lugar muy interesante para esconderte. Pensaba que tenías miedo de las arañas.
—Lo tengo, pero en la oscuridad no puedo verlas. ¿Se ha ido? —pregunto esperanzada.
Sacude su cabeza. —Tenemos que hablar.
—¿Tengo que hacerlo?
—Vamos a ponerlo de esta forma. No vas a dejar el desván hasta que me escuches.
Derrotada, me siento en uno de los troncos. —Estoy escuchando.
—Bien —toma asiento en la silla, todavía dejada aquí desde el otro día—. Tenía una hermana —dice—. Una hermana llamada Lottie. Era más joven que yo, más lista, más guapa, con largas piernas delgadas y cabello negro y espeso.
La Señora Reynolds me mira y continúa. —Verás, yo era la niña gorda con pelo rojo brillante, la niña que miras y tienes que dejar de morirte de vergüenza. Durante las vacaciones de verano de un año en la universidad, llevé un chico a la casa de verano de mis padres. Había perdido peso, no era la sombra de mi hermana más, y finalmente me empecé a sentir que valía la pena más de lo que nunca pensé que me merecía.
Podía imaginármelo en mi cabeza. —¿Así que supero sus miedos y se enamoro?
—Me enamoré, de acuerdo, me volví loca por él. Su nombre era Fred. —dice la Señora Reynolds y luego suspira—. Me trataba como si fuera la chica más increíble que hubiera visto. Bueno, lo hizo hasta que mi hermana vino a la casa de verano para una visita sorpresa —me miró directamente y se encogió de hombros—. Lo encontré besándola en los muelles la mañana después de que viniera.
—Oh, dios mío.
—La odié, la culpé por robarme el novio. Así que empaqué, me fui, y nunca volví a hablar a ninguno de ellos de nuevo.
—¿Nunca le volvió a hablar a su hermana otra vez? —pregunto. —¿Nunca?
—Ni siquiera asistí a su boda dos años después —mi boca se abre.
—¿Se casó con Fred?
—Ahí la tienes. Tuvieron cuatro hijos también.
—¿Dónde están ahora?
—Recibí una llamada de uno de sus hijos de que Lottie murió hace un par de años. Fred está en un hogar de ancianos con Alzheimer. ¿Sabes cuál es la peor parte?
Estoy fascinada por su historia. —¿Cuál?
La Señora Reynolds se levanta, luego me da una palmada en la rodilla. —Eso, querida, es lo que vas a tener que descubrir por ti misma.
—Cree que debe quedarse y construir la glorieta, ¿no? —pregunto cuándo empieza a caminar hacia la puerta.
—Te dejaré esa decisión a ti. Él no volverá a la cárcel si esto no funciona, nunca dejaré que pase. Acabo de ver que es un chico que quiere corregir sus errores, Mariana. Está esperando en el piso de abajo tu respuesta.
Sale del desván. Escucho los zapatos ortopédicos arrastrando conforme toma cada escalón. ¿Puedo quedarme aquí para siempre, viviendo con las arañas, telarañas y baúles llenos de memorias de una anciana?
Sé la respuesta, incluso cuando me levanto y me dirijo abajo las escaleras para encarar a la persona que me moría por evitar.
Está sentado en el sofá del salón, inclinado hacia delante con los codos apoyados en las rodillas. Cuando me escucha entrar a la habitación, mira hacia arriba. —¿Y bueno?
Puedo decir que él no está contento de que yo tenga el control. Peter solía tener siempre las cartas y sabía cual usar para salirse con la suya. No esta vez. Me encantaría decirle que se fuera. Ese es su castigo por no haberme querido. Pero sé que eso sería idiota, infantil y estúpido. Además, ya no quiero a Peter. Ni siquiera me gusta. Estoy convencida que no puede volverme a hacer daño nunca más, físicamente o emocionalmente. —Te puedes quedar.
Asiente y empieza a levantarse.
—Espera. Tengo dos condiciones.
Sus cejas se levantan.
—Uno, no le dices a nadie sobre nosotros trabajando juntos. Dos, no me hablas… yo te ignoro y tú me ignoras.
Creo que va a discutir porque los bordes de sus labios se elevan y sus cejas se arrugan como si pensara que soy idiota. Pero luego dice —Bien. Trato hecho —y se dirige al patio de atrás.
Encuentro a la Señora Reynolds en la cocina, sentada a la mesa bebiendo té.
—Le dije que podía quedarse —le informo.
La Señora Reynolds me da una pequeña sonrisa. —Estoy orgullosa de ti.
Yo no.
—Lo superarás —dice—. ¿Estás preparada para plantar más capullos hoy?
Saque un traje viejo y desgastado de mi mochila para así evitarme el llevar el muumuu.
Peter me da la espalda cuando salgo fuera. Bien. Cojo una bolsa de capullos y lenta y cuidadosamente la dejo en la hierba. Con una pequeña pala en la mano, empiezo a cavar.
—No lo olvides, Mariana. Seis pulgadas de profundidad —dice la Señora Reynolds desde atrás, inclinándose sobre mí para inspeccionar mi trabajo.
—Lo tengo, seis pulgadas.
—Y asegúrate de que colocas los capullos boca arriba.
—De acuerdo —digo.
—Y dispérsalos. No los coloques en un patrón o algo que parezca divertido.
La anciana coge una silla de jardín y la coloca justo a mi lado para que así pueda supervisar mi trabajo.
—¿Por qué no lo supervisa a él? —pregunto, señalando a donde Peter ha cogido paneles de madera y parece estar tratando de ponerlos en algún tipo de orden.
—Lo está haciendo bien. Además, no sé nada sobre la construcción de una glorieta.
Excavo tres hoyos, cuidadosamente hago suaves almohadas de suelo para ellos, luego coloco los capullos en los hoyos y me deslizo para plantar más. Tras un rato la señora Reynolds se queda dormida en la silla. Normalmente hace esto al menos una vez al día, y cuando le digo que se quedó dormida durante una hora, lo niega totalmente. Estoy sorprendida de que pueda dormir con todos los golpes que Peter está haciendo, pero la señora escucha, más a menudo de lo que no admite, como un muerto.
Miro hacia Peter. Es un trabajador rápido, ya empezando a clavar juntos los tablones como si construyera glorietas todos los días. Su camisa está empapada de sudor en las axilas, el pecho y la espalda. Y evidentemente no le molesta que una de mis condiciones sea que nos ignoremos. Hace un trabajo increíble ignorándome. No creo que haya mirado en mi dirección ni una vez.
Pero ahora para de golpear, su espalda todavía hacia mi cuando grita —¿Podrías dejar de mirarme?

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